Joaquín Sabina en la Argentina, paso a paso

Hizo un trabajo responsable y conciente, un poco a contramano de la imagen suya que él mismo da a conocer. Y a fuerza de perseverancia y de buenas canciones, que pudieron conquistar el alma popular, consiguió ser, acá, un local más. Esta es una parte de esa historia que tiene final feliz (¿final?)

Espectáculos25/06/2024Jorge NietoJorge Nieto
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Lo vi llegar en el 87 a la ciudad del tango -eso fue, en principio, Buenos Aires para él-, aprovechando el empuje de su nueva discográfica, Ariola, con la que acababa de firmar. Trajo un disco exitoso, Hotel dulce hotel, que aquí había publicado la empresa BMG, y que para despegar necesitaba sí o sí su presencia. Y él vino, con mucha humildad y unas notables ganas de aprender lugares, caras, nombres y gestos locales, y de a poco fue haciéndose alguien. Recuerdo su primera actuación en la capital argentina, en el bar La Casona del Conde de Palermo, a la que asistieron varios periodistas que no lo conocían por su pasado y su ya interesante trayectoria -menos aún por su perfil, tan ligado a la riqueza poética de Bob Dylan y a la urbanidad del primer Moris-, sino que fueron convocados por sus viejos amigos de la discográfica a quienes seguramente les debían atenciones, discos y favores. Más todos, quienes sabían de él y quienes no, salimos de aquella prmera vez convencidos de que ese flaco ya nada jovencito -pisaba los 40 años- era una cosa seria.

Recuerdo también -oh la memoria- que Joaquín había apuntado el comentario que le había hecho un local, de que podía aporteñarse una de las baladas de su disco, y que en el lugar donde decía “extraño como un pato por Manzanares” (extraño porque el curso de agua madrileño siempre está amenazado por la polución) podía aplicar una modificación que le venía de maravillas, diciendo “extraño como un pato en el Riachuelo”. Viveza argentina, habría dicho un argentino, y era… viveza de un español.

Después de aquella primera vez, Sabina vino mil veces. Hizo tangos, conoció a los artistas y periodistas y gente del medio aquí valiosos, se movió por estas calles como un pez en aguas bien conocidas. Aprendió qué gente cuajaba más con su estilo reo y provocador, de Diego Maradona a Charly García, y hasta fue valiente para declararse hincha de un club (Boca) y no de todos, como en su momento hicieron los acomodaticios de Maná.

Joaquín ha hecho mil shows en Buenos Aires.

 

Y se puso grande.

Siguió escribiendo muchas canciones, casi siempre buenas.

Siguió escribiendo, se le agradece que siempre esté a la pesca de una palabra justa, de una frase ingeniosa, de una figura interesante y nueva.

Siento que hizo lo que debía y que si alguna vez tiene fiaca para agarrar la birome y borronear con cosas su cuaderno, no se preocupe. Dos minutos después renovará su entusiasmo, porque escribir es una de las cosas que más le gusta en el mundo.

Además de besar una hermosa mujer.

(Fiaca en España se dice pereza, verdad)

Anduvimos mucho por Buenos Aires. Nos vimos. Hace mucho que no.

Lo quiero mucho a la distancia.

Escribió: Así que, de momento, nada de adiós muchachos. Me duermo en los entierros de mi generación. Cada noche me invento, todavía me emborracho. Tan joven y tan viejo.

Y un día me contó el cubano Carlos Varela que fue él quien le encontró el final a la estrofa: Tan joven y tan viejo, Like a Rolling Stone.

Así la grabó.

Una vez más, gracias, Bob Dylan.

Sabina, no casualmente, se dio el gusto de celebrar su obra en unos shows inolvidables por su gusto a fiesta junto a Joan Manuel Serrat, el otro indispensable. Maestro total.

A mí me gustan las actuaciones. Si la canción dice que tu pueblo blanco es triste, que la canción sea triste. Si la calle es melancólica, me gusta creer que el tipo que la pinta no esté pum para arriba.

Por eso no me sumé a esas veces que Sabina y Serrat mataron dos pájaros de un tiro.

Me quedan las canciones. Las de los discos, las viejas.

Esas quedan para siempre.

Gracias, gallego.

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